Todos sospechamos en mayor o menor medida que los alimentos que nos llevamos a la boca no son todo lo sanos que deberían. Esto se debe a los procesos de producción que intentan sacar los máximos beneficios con los mínimos costes posibles y a los productos que se utilizan para conseguir la máxima conservación de los alimentos y para dotarlos de un aspecto y aroma deseados.
Siendo el tema de la alimentación una cuestión básica para la salud y la calidad de vida de las personas, creo que deberían dejarse a un lado los intereses económicos en pro de la calidad del producto, que es algo, que al final, nos afecta a todos. Sin embargo, la sombra del capitalismo es alargada y consigue cosas como que la gente llene el carro de la compra con productos que son veneno puro.
No sé si la gente se resigna ante esta situación o si es que realmente es desconocedora de lo que está ocurriendo. Sea lo uno o lo otro, yo me he propuesto escribir una serie de entradas en este blog comentando de qué demonios nos estamos alimentado; y empezamos hoy con el aceite.
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Olivares de Jaén |
El aceite es un producto que está muy presente en nuestra dieta. Se utiliza para repostería, para freír, para aliñar las ensaladas… pero debemos ser cuidadosos con el tipo de aceite que elegimos para cocinar en nuestras casas.
El aceite de oliva se obtiene de la prensa de la oliva. Factores como la época del año en que se recoge la oliva, el modo de recolecta, si se recoge directamente del árbol o del suelo; el tiempo de madurez que tenga cuando se prense, etc. afectan a la calidad del aceite. La calidad, entre otros parámetros, se traduce en el grado de acidez. Así, el aceite por debajo de 0,8 grados de acidez, es el aceite catalogado como aceite de oliva virgen extra; es el de máxima calidad y el más saludable para el consumo. El aceite que posee entre 0,8 y 2 grados de acidez y que cumple los mismos parámetros de calidad que el aceite virgen extra, es el denominado aceite de oliva virgen; es de menor calidad que el anterior pero también es bueno y saludable.
El asunto peliagudo viene cuando empezamos a hablar del resto de los aceites que no han cumplido los estándares de calidad para ser incluidos en las dos categorías anteriormente mencionadas. Lo que tenemos en este momento es el denominado aceite lampante; llamado así porque era utilizado para las lámparas de aceite ya que no es apto para el consumo; de hecho, no tiene el color, la textura, el aspecto ni el olor propios del aceite de oliva que tenemos en las cocinas. Sin embargo, como habréis podido apreciar, las lámparas de aceite no están entre los, digamos, objetos más utilizados hoy en día, así que a algún iluminado se le ocurrió refinar el aceite lampante para hacerlo "apto" para el consumo.
En el proceso industrial que convierte al aceite lampante en aceite de oliva refinado se utilizan disolventes para la extracción del aceite. Con el objetivo de reducir la acidez, se procede a un desgomado con ácido fosfórico que se neutraliza posteriormente con sosa cáustica sometiéndolo a altas temperaturas y se estabiliza con antioxidantes químicos que tienen poder cancerígeno. En algunos casos añaden vitamina E sintética. Además, deben dotarlo de un aspecto y olor similares a los que posee el aceite de oliva virgen, para lo cual, añaden entre un 10 y un 20% de aceite virgen y lo desodorizan con tratamientos de agua a 180º y eliminan el color con carbón activo.
El aceite de oliva resultante, que recordemos, es todo el aceite de oliva que no pone virgen o virgen extra que vemos en los supermercados, no es bueno para la salud. Al tener muchos productos que no son naturales, nuestro cuerpo no puede procesarlos y provoca mayores problemas de colesterol y de obstrucción arterial. Además, al calentarlo a partir de 130º, (para freír, por ejemplo) se descompone liberando sustancias tóxicas, algunas de ellas cancerígenas. También se producen radicales libres que influyen en procesos degenerativos. Por el contrario, el aceite de oliva virgen aguanta sin descomponerse manteniendo sus propiedades hasta los 240º de temperatura.